SEGURAMENTE QUE la revolución del Sonido 13 era una necesidad apremiante desde su aparición; sin embargo, nunca imaginé que hubiera en las teorías musicales tantas faltas de lógica y aun de sentido común.
Todavía en este año de 1962 no sabemos los músicos cuántos sonidos diferentes hay en el intervalo llamado de “octava”; y no se crea que me estoy refiriendo a músicos sencillos y modestos de los pueblos, en los cuales el arte musical carece de elementos para su estudio fundamental; no, me refiero a los de todos los países del mundo, ya que, positivamente, no escapan a estas observaciones que formulo, ni los más avanzados musicalmente.
Analicemos. ¿Cuántos sonidos diferentes hay, según las teorías, en la llamada octava?
Los signos de escritura llamados “accidentes”: sostenidos, bemoles, becuadros, dobles sostenidos y dobles bemoles, nos están diciendo que son treinta y cinco; pues Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, y Si, sin ningún “accidente”, son siete; los mismos nombres con bemoles son catorce; los mismos con sostenidos llegan a veintiuno; con dobles bemoles a veintiocho y, por último, con dobles sostenidos son treinta y cinco.
Esos treinta y cinco signos están en la práctica de la música desde Juan Sebastián Bach, indicando falsedades musicales, supuesto que esos treinta y cinco sonidos en la “octava” NO EXISTEN.
La verdad musical es que desde el siglo XVI, en teoría, y desde el XVIII en la práctica, no hay en la música más que doce sonidos diferentes, que fueron el resultado de la división que hicieron los matemáticos al intervalo llamado de octava, basándose en la raíz dozava de 2 = 1.059.
Y ¿qué es lo que hacen los teóricos de la música para justificar esos treinta y cinco sonidos inexistentes? Pues acudir a un medio candoroso: dar tres nombres a cada sonido de la escala cromática; por ejemplo: el Do se llama también Si sostenido y Re doble bemol; el Do sostenido se llama Si doble sostenido y Re bemol; el Re se llama también Do doble sostenido y Mi doble bemol. . . y así se sigue con todos los demás grados.
Como se ve, en sólo tres sonidos han empleado ya nueve nombres y, siguiendo el mismo procedimiento con los demás, se llega a los treinta y cinco.
Inversamente, como sólo son siete los nombres, Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, ¿qué hacen los músicos para justificar sus treinta y cinco sonidos? Pues acudir a un procedimiento tan infantil como el anterior, o sea, dar a cada cinco sonidos el mismo nombre; y con multiplicar siete por cinco, ya están los treinta y cinco.
He aquí el ejemplo de los cinco sonidos para un solo nombre: al solfear, el Do doble bemol se llama sencillamente Do; Do bemol es también Do; Do becuadro es Do; Do sostenido es Do y Do doble sostenido es Do. . . y así se sigue en todos los demás grados, llamando Re a otros cinco sonidos; Mi a otros cinco; Fa a otros cinco; Sol a otros cinco; La a otros cinco y Si a cinco más, de donde resultan treinta y cinco aberraciones.
De esta absoluta falta de lógica y sentido común, no escapa ningún país del mundo.
Creo oportuno recordar que fue durante el Congreso Internacional de Música en París, en el año de 1900, cuando por primera vez en nuestra historia se hizo oír en una asamblea semejante la voz de un músico mexicano, cuando me aventuré a lanzar desde la tribuna este tremendo cargo: “En música, dije, hay nombres sin sonido y sonidos sin nombre”. . . frase que fue recibida con protestas casi unánimes diciendo, “¡No es verdad! ¡No es verdad!”
Esperé unos instantes a que se calmaran los ánimos y continué: “He aquí la confirmación de mis palabras: al cantar, llamamos con el mismo nombre a cinco sonidos: Do doble bemol, Do bemol, Do becuadro, Do sostenido y Do doble sostenido, de donde resultan cuatro sonidos sin nombre; e inversamente, hay nombres sin sonido, pues al Do lo llamamos también Si sostenido, o Re doble bemol; al Re lo llamamos también Do doble sostenido o Mi doble bemol, etcétera; aquí tenemos, pues, los nombres sin sonido. El teclado del piano demuestra de manera y absoluta la certeza de mi afirmación. . .” Y así seguí mencionando las faltas de lógica que encontraba yo en las teorías, entre otras, el que los nombres actuales de los sonidos no pueden cantarse completos, pues como son de varias sílabas es imposible físicamente cantarlos en una sola emisión y que, por lo mismo, dije, era urgentísimo que tuviéramos nombres monosilábicos para cada nota. Los propuse y fueron aprobados; y por documentos que obran en mi poder, tanto en Rusia como en Alemania, han empezado a ponerse en práctica, con las naturales modificaciones que hacen necesarias los distintos idiomas.
Tal fue mi tesis presentada ante el Congreso de París en el año de 1900, Congreso que fuera presidido por Camilo Saint-
Volvamos al desconcertante fenómeno de que los músicos de todo el mundo no saben exactamente cuántos sonidos diferentes hay en la llamada octava.
Existen, además de los errores citados, otras teorías que dicen que son veintiuno los sonidos diferentes en un duplo de vibraciones; y aun los físicos caen en error al decir que la escala cromática tiene diecisiete sonidos. . . donde sólo hay doce. . . Los músicos enseñan también que hay cincuenta y tres sonidos en la “octava”, basándose en la teoría de las nueve “comas”, la que analizaré detenidamente en ocasión posterior. . . y así siguen las fábulas y leyendas de la música.
Urge, pues, que los secretarios de Educación de todos los países del mundo, empezando por los de América dicten acuerdos tendentes a corregir estas faltas de lógica que se imparten en conservatorios y universidades, en perjuicio de la juventud estudiosa.
No se crea que estas consideraciones técnicas son algo ocasional para encontrar un tema sobre qué escribir un artículo; no, pues desde mi juventud y casi diría desde mi niñez, vengo luchando por ellas.
Mencionaré al respecto lo que me aconteció en el mes de octubre de 1895, cuando sustentaba yo mi primer examen de Teoría Elemental en el Conservatorio Nacional de México.
El sinodal me preguntó: “¿Cuántos son los accidentes?” Díjele que eran siete: sostenido, bemol, becuadro, doble sostenido, doble bemol y sostenidos y bemoles mixtos. “¿Para qué sirven?”, me dijo, y contesté lo relativo a cinco de ellos únicamente. “Le faltan dos”, exclamó, “los sostenidos y bemoles mixtos; ¿dígame para qué sirven?” Mi contestación fue escalofriante: “Los accidentes mixtos, bemoles y sostenidos, señor profesor, no sirven para nada.”
Aquellas palabras le produjeron un disgusto tan marcado que en tono áspero me preguntó: “Pues si no sirven, ¿por qué vienen en los libros de Europa?”
Entonces yo, nervioso por la exaltación del momento y poco o nada diplomático que soy le contesté: “Pues señor, eso pregúntelo usted a Europa.”
Verdaderamente enojado ya por mis palabras se negó a seguir examinándome y pidió que se procediera a calificarme. En aquella época la escala de calificaciones se hacía por medio de bolitas que iban desde el reprobado, mediano, bien, muy bien, hasta el perfectamente bien, que era el máximo. El jurado, formado por los señores Juan N. Loreto, Arturo Aguirre y el señor F.C. (mi examinador, cuyo nombre completo no cito por que aún viven algunos de sus hijos y no quiero molestarlos) dieron su voto que fue un reprobado del señor F.C. y dos perfectamente bien de los otros sinodales.
Vista la calificación, intervino el presidente del jurado, señor Loreto, diciendo al señor F.C.: “¿No cree usted, maestro, que es irregular dar a un alumno dos votos de perfectamente bien y uno de reprobado?” “Puede ser”, contestóle, “pero es un muchacho muy malcriado.” “Perdóneme”, dijo el presidente, “le concedo la razón, pero, nuestra misión no es calificar si los alumnos son bien educados o no, sino certificar si conocen la materia.” Entonces se repitió la votación y se me dieron tres votos de perfectamente bien.
En próximo artículo seguiré ocupándome de las graves e increíbles faltas de lógica que hay en las teorías musicales, para procurar remediarlas; y me propongo enviar estos artículos a los secretarios de Educación y rectores de Universidades de toda América, para ver si con ello logro despertar la conciencia general y que se destierren para siempre, por decoro profesional, las bochornosas teorías que sin conmiseración alguna enseñamos a la juventud.
Julián Carrillo (Septiembre 1962).